En dos años

Con pequeñas pinceladas empezó. En letras doradas se escribía lo ya conocido desde el principio. Con aire jugoso se escuchaban las grandes verdades del existir, que con suntuosos adornos conquistaban nuestra alma. Y el alma, regocijándose en el recuerdo de un saber antiguo.


Entonces los esquemas esenciales que moldeaban mi verdad empezaron a definirse. Mágicamente, en el momento adecuado, se respondían preguntas que apenas formulaba. Entendía entonces que estaba donde tenía que estar.

En su momento me vi precipitado hacia un agujero negro, me sacudí, me desgarré, sangré y el dolor se volvió insoportable. Nada tenía sentido. Entonces el guía me escuchó, me comprendió y me envolvió con su infinita aceptación. Y su mirada, de plena apertura y dulce colchón, me amortiguó. Y el sólido pilar de mis compañeros de camino me sostuvo.

En su momento entendí que lo que hay en el otro lo hay en mi. Y después respiré mi dolor. Escavé y me sumergí. O practicaba o moría en vida. El yoga se convirtió entonces en mi elixir. Con interés de niño profundicé y aprendí. La experiencia se grabó en mi piel, mis huesos, mi Ser.

Resulta que entre todos habíamos plantado raíces que, cada uno con la sangre de su herida, regaba. Y crecía el sólido tronco del Entendimiento. Y de él surgían los brotes compasivos del corazón. Y los brotes del corazón, como es su naturaleza, guían su crecimiento hacia la luz. Pero la solidez del árbol ya está ahí. Sus ramas y hojas crecen de por si.

Y ahora, agradezco enormemente este camino, y los que conmigo lo han recorrido y recorrerán, y sus manos y sus ojos y sus pies. Y la luz que resplandece en su Ser.

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