¿Amor?

En esta espesura emocional crecen brotes de indiferencia.

La misma indiferencia que cubre de llamas y cenizas el bosque. La indiferencia propia del que mira con desdén a sus amigos. Del que tira litros de aceite usado por el fregadero. Del que insulta por doquier a sus congéneres. Del que acelera el coche sin parar en el paso de peatones. Del que come engullendo y tira las gambas y el paté sobrantes.


La indiferencia del que ningunea a su amante. Del que no cede su asiento a la embarazada. Del que observa desde la distancia al anciano agonizante. Del que esquiva al niño implorando atención con tierna mirada.  Del que, con desprecio y mirada altiva, se tuerce en su coincidencia con el hombre anclado a un cartón de vino. Del que no levanta la cabeza del móvil aún invadido por ojos vidriosos que demandan auxilio.

Esta indiferencia, este sentimiento castrador del valor humano, destructor de bellas formas naturales, adalid de la parsimoniosa, bélica y desdichada secuencia humana, funciona como antítesis del amor.

Y el amor será el único antídoto ante la locura humana. Esta indiferencia también requiere su hueco, ¿qué tal si se comienza a amar comprensivamente? No pido, por lo tanto, amar al prójimo, que ya es suficientemente difícil desde aquí. Propongo revertir la mirada hacia dentro y amarse en la apatía impasible. Brilla el amor sólo cuando se reconoce la propia sombra, asomando la conciencia. Entonces no hay autoengaños, no cabe lugar a dudas. También hay en mi aquello que detesto en otros. El brillo del que sabe mirarse con tiernos ojos, de vivo fulgor. Dejar de caminar ciego y asomarse al amplio ventanal donde penetra luz clara.

La mirada silenciosa de quien comienza a comprender, fugazmente, a corazón abierto.

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